domingo, 28 de octubre de 2012

Recuerdos



Sultán me despertó con un lengüetazo aquella mañana. Era tarde. El sol entraba por la ventana y calentaba mi cama. Era reconfortante saber que aquel, era el primer día de vacaciones. Mi mamá había dejado la puerta de la entrada abierta mientras sacaba la basura. Fue así que mi can, pudo subir a saludarme. Me levanté de la cama, lavé mis dientes y me cambié .Sultán esperó pacientemente, echado junto a la ventana y, tan pronto estuve lista, salimos a correr como siempre. Al regresar a casa, pude percibir el delicioso aroma del desayuno, preparado por mi mamá. Estaba ansiosa por sentarme a la mesa, pero antes, debía alimentar a mi hermoso gran danés. A pesar de tener sólo siete meses, ya comía casi un kilo de croquetas a diario.

Era día de limpieza y había varias cosas por hacer. El olor que despedía Sultán me recordó que debía darle un baño. Una vez terminado el trabajo en casa, decidí tomar una relajante ducha. Cerré los  ojos y comenzaron a llegar a mi mente recuerdos de aquellos días de preparatoria, en los que, claro, se encontraba Erick: aquella vez en que fui a su casa para asistir a mi primera  clase de guitarra. Él era el maestro, y yo su única alumna. Era muy paciente y dulce conmigo, aunque no podía evitar hacer bromas con mi forma de rasgar las cuerdas: decía que parecía que fuese a dar un concierto de rock. Lejos de molestarme, eso me hacía reír. Era muy divertido y también apuesto: alto, delgado, tez apiñonada, cabello obscuro y algo rizado, nariz respingada, ojos miel y con una sonrisa encantadora. Me fascinaban sus manos, eran grandes, pero, al mismo tiempo, delicadas. Tenía dedos largos y delgados. Tal vez por eso poseía una increíble facilidad para tocar la guitarra. Para mí, por el contrario, era una tarea que requería de mucha concentración y coordinación. Aquella ocasión, sentí a Erick muy cercano a mí: jugábamos y reíamos todo el tiempo. Al existir tal atracción entre nosotros, creí que le comenzaba a gustar. Poco después, me enteré de que comenzó a salir con su entonces novia, quien, por cierto, no era de mi agrado. Me sentí decepcionada, pero seguimos siendo amigos.

Mis recuerdos, comenzaban a ser  no muy gratos, sin embargo, Alejandro llegó súbitamente  a mi mente, como rescatándome del pequeño trago amargo. Sentía una gran admiración y respeto hacia él. No obstante, y a pesar de mi constante negación, debo admitir que me inquietaba su intrigante personalidad. Vino a mi mente el día en que me caí, al intentar el parado de cabeza: Alejandro me había mirado tan dulcemente...
Cuando terminé de ducharme, escuché que Sultán ladraba y luego sonó el timbre. Mi mamá, subió a mi recámara para avisarme que me buscaba mi profesor de yoga. Su visita, me extrañó mucho. Me vestí rápidamente, y me arreglé un poco. Bajé a la sala y por un momento, me quedé admirándolo casi  boquiabierta ya que por primera vez, lo vi con ropa casual: Jeans, playera negra y una ligera chamarra de algodón en el mismo color. Se veía muy bien. Esa noche, con la galanura que le caracterizaba, Alejandro me invitó  al cine. Por supuesto, acepté.

Después de la película, jugamos hockey de mesa y luego caminamos por los grandes y hermosos jardines de la plaza comercial. Platicamos mucho y de diferentes temas
Me fue a dejar a mi casa. Cuando llegamos, para despedirse, Alejandro  tomó mi mano y la besó suavemente  mientras me deseaba buenas noches.

lunes, 22 de octubre de 2012

Yoga




Escuchaba “Feeling Good “de Michael Bublé  mientras corría por el parque junto a Sultán. Aún estaba oscuro. Repasaba cuáles serían  las clases a las que asistiría en la universidad aquel lunes, cundo un pensamiento, irremediablemente, me asaltó: aquel sueño en el que Érick hizo su reaparición en mi mente .Aquel sueño en el que me había dejado intrigada. Me percaté que era un poco tarde y me apresuré a regresar a casa para tomar una ducha, vestirme e irme a la U.A.M. 

Una vez transcurridas mis clases me dispuse a  asistir  a la sesión de yoga. El gimnasio estaba  cerca de la universidad y la clase  era impartida por Alejandro, un hombre de veintiocho años, alto, moreno, ojos verdes, cabello castaño y corto. Era muy inteligente. En cada clase reflejaba su serenidad, armonía y profundo conocimiento de aquella disciplina que, desde hacía diez años, él había estado practicando. Recuerdo mi primera clase. Parecía ser que el yoga no estaba hecho para mí: no podía concentrarme en la meditación. Creía que era imposible dejar la mente en blanco. Incluso me pareció algo tonto. Además, realizar las posturas o asanas sincronizadas con el control de la respiración me causaba muchas dificultades. Gracias a la ayuda y paciencia de mi agradable profesor, comencé a mejorar y, por supuesto, sentir los beneficios tanto físicos como espirituales. Practicar yoga me ayudaba a relajarme y, por consiguiente, a dormir mejor.

Aquel día, después de unos minutos de respiración, comenzamos a realizar nuevas posturas que implicaban parados de cabeza. Aun con mis dos meses de experiencia en aquella disciplina, el parado de cabeza fue todo un reto. Me costó mucho trabajo lograr hacer la postura. Cuando al fin creí que lo había conseguido, llegó a mi mente el rostro de Érick diciéndome: Qué bueno que estás aquí. Eso hizo que me desconcentrara así que caí hacia atrás dándome un buen golpe en la espalda. Alejandro fue hacia mí y me ayudó a incorporarme. Él me  preguntó si estaba bien y, mientras me frotaba el trasero, le contesté: “Sí. Gracias. Estoy bien”. En realidad me dolía un poco, y me sentía apenada ya que la caída fue bastante graciosa. Después de asegurarse que estaba bien, Alejandro soltó una sutil risa. Delicadamente tomó mi barbilla, levantó mi rostro y dijo:

-Hoy estás muy distraída ¿Estás preocupada por algo?

Creo que me sonrojé, ya que su rostro estaba muy cerca del mío.

- Se acercan los exámenes. Es todo -le contesté con voz nerviosa.

 Él me sonrió y continuó con la clase.


domingo, 14 de octubre de 2012

El gran danés



Ayer tuve un sueño. En él nos encontrábamos en un lugar extraño. Era de día  y tú me saludaste como si no hubiesen pasado los años, aunque con una calidez y entusiasmo  con los que no solías hacerlo. Me abrazaste, sonreíste, y dulcemente dijiste: “Qué bueno que estás aquí”. Me sentí como envuelta en una tibia brisa y pensaba que aquella situación era muy extraña, pero al ver que tus ojos reflejaban  una contagiosa alegría,  mi sensatez desapareció por un instante.

Tomaste mi mano y  caminamos hasta llegar a un amplio pasillo, iluminado por una tenue luz. El pasillo, pintado de color verde claro, me recordó las avejentadas paredes del colegio para señoritas donde estudié la secundaria. En aquel pasillo se  encontraban dos habitaciones, una frente a la otra.  Me pediste que te esperara afuera mientras entrabas en una de ellas. En ese momento, comencé  a tratar de entender lo que estaba sucediendo: cómo era que habíamos llegado allí, cómo era que viniste a mí, si hace años que no sabíamos nada el uno del otro, desde aquella fiesta en el trabajo de tu padre y, finalmente, por qué me mirabas con tanta intensidad, como nunca lo habías hecho.

Cuando saliste de aquel misterioso cuarto, simplemente me abrazaste de nuevo y, sin decir nada, volviste a mirarme de esa forma, expresando tantas cosas sin que una palabra saliera de tu boca. Tomaste mi mano y, cuando estuviste a punto de decir algo, desperté.

Al abrir los ojos, me tomó un segundo o dos recordar aquella escena tan perfecta. Fue inevitable que en mis labios se dibujara una sonrisa. Hacía ya tiempo que estabas ausente, incluso en mis sueños.

Me quedé un par de minutos acostada en mi cama. Observando lo que me rodeaba. Después de escudriñar un par de veces mi recámara, como asegurándome de haber regresado a la realidad, me incorporé y  caminé hacia la ventana, la cual dejaba que la luz  bañara toda la habitación. Eso  me hacía recordar aquella sensación de calidez presente en mi sueño. Abrí la puerta del balcón y me tomé un momento para sentir la brisa fresca de aquella mañana de  sábado. Respiré profundo para llenarme de energía y salir a hacer ejercicio. Tendí la cama, me puse el pants, recogí mi cabello con una liga y bajé a la cocina para tomar mi botella de agua. Nadie había despertado aún, así que fui silenciosamente por la correa de Sultán, que me esperaba sentado a la puerta como cada mañana para ir a correr. Con su monumental y estilizada anatomía, propias de un gran danés, mi can me saludó dando un par de vueltas y moviendo la cola vigorosamente. Acaricié su lomo y me tendió su gigantesca pata como diciendo: “Hola. Te extrañé”.